Está bien... Tengo ganas de llorar
desconsoladamente y dormirme en tu hombro invisible cansada de tanta respiración entrecortada, de tantos jadeos en el núcleo de mi alma. Siempre que te llamo venís, no tengo más que extender mi mano para que me acompañes a mi cama y te quedes ahí como un santo católico (
prolijamente bueno) velando el surgimiento de mi
inconsciencia en pleno mundo.
Te mojé con mis lágrimas y con mis orgasmos. Fuiste el primer hombre y
tenés una resistencia magnífica a quedarte para ser el último. Me
hacés el amor con tanta suavidad que no siento siquiera la penetración que se abre en mi cuerpo, pero si siento las alas que se explayan más
allá de mi alma.
Tenés las manos justas, precisas y perfectas, para poner las letras en mis agujeros, para llenarme hasta el más chico poro vaciándome de todo contenido pasajero como pelusas que viajando desde una nebulosa se me acostaron a dormir en medio cuerpo y sapos que quieren besos para ser lo que jamás serán.
Y yo... No quiero que te vayas. No, no quiero, aunque, a veces, me quiebres y me mates para verme resurgir. Aunque te gustan las vueltas y los juegos histéricos, aunque peleemos y siempre estés saliendo de mi vida para, y solamente para,
después venir y desnudarme sin tacto, sin siquiera un soplido. Te acepto así, compartido y muerto, quebradizo e imperfecto, lejos y
frió... Te acepto porque en esa aceptación me encuentro a mi.
Te edifico como el dueño de mis propias verdades que no puedo decir... Y cómo lo
hacés? Cómo
podés (Has podido, has podido... Tengo que hablar en pasado perfecto)? Tus descripciones de mi núcleo y las palabras que bordean mi existencia son la excusa para llevarte en mi
centímetro de piel más tibio y guardar tus libros (tesoros) en mi biblioteca llena de tus perfumes y acompañada con tu soledad; las tapas cansadas que dejan leer tu nombre como una puerta del verdadero mundo... Y mis suspiros que empiezan con C porque te están llamando,
Cortazar...